Desde sus orígenes la fotografía no ha cambiado salvo en sus aspectos técnicos, lo que, en mi opinión, no tiene mayor importancia.
La fotografía parece una actividad fácil; es una operación diversa y ambigua en la que el único denominador común entre los que la practican es la herramienta que se usa. Lo que sale de esa cámara no es ajeno a la economía de un mundo de despilfarro, donde las tensiones son cada vez más intensas y donde las consecuencias ecológicas son ya desmesuradas.
Fotografiar es retener la respiración cuando todas nuestras facultades se conjugan ante la realidad huidiza; es entonces cuando la captación de la imagen supone una gran alegría física e intelectual.
Fotografiar, es poner la cabeza, el ojo y el corazón en el mismo punto de mira.
En lo que a mí respecta, fotografiar es una manera de comprender que no puede separarse de los otros medios de expresión visual. Es un modo de gritar, de liberarse, no de probar ni de afirmar la propia originalidad. Es una manera de vivir.
La fotografía “fabricada” o puesta en escena no me interesa. Y si la valoro en algún sentido, no puede ser más que a partir de un punto de vista psicológico o sociológico. Están los que hacen fotografías previamente amañadas y los que van a la búsqueda de la imagen y la capturan. El aparato fotográfico es para mí como un cuaderno de esbozos, el instrumento de la intuición y de la espontaneidad, el dueño del instante que, en términos visuales, cuestiona y decide a la vez. Para “significar” el mundo, hay que sentirse implicado con lo que el visor destaca. Esta actitud exige concentración, disciplina del espíritu, sensibilidad y sentido de la geometría. La simplicidad de la expresión se consigue mediante una gran economía de medios. Hay que fotografiar siempre partiendo de un gran respeto por el tema y por uno mismo.
La anarquía es una ética.
El budismo no es ni una religión ni una filosofía sino un medio que consiste en dominar el espíritu con el fin de acceder a la armonía y, por compasión, ofrecérsela a los demás.
1976, PDF